jueves, 30 de diciembre de 2010

Música y Realidad Social


El trabajo es un secuestro de nuestro tiempo
nuestra energia
Nuestro tiempo a la venta en el mercado laboral
a quien beneficia

Condiciona tu ritmo, marcando la pauta
de tu reloj vital.
Robandote tu tiempo cada dia desde que sales
Para ir a currar.

No somos pagados, recibimos migajas
de lo ke producimos.
Convertido en mero instrumento consumidor
de la produccion.

El trabajo asalariado, es el robo, al servicio del sistema
Tiempos de atraco, tiempo de robo, normalizado permitido y legal.

Y este gran mercado creciendo a costa tuya
recupera lo ke es tuyo.
Pelea por tu tiempo, combate el engranaje,
No seas una pieza más

Que el trabajo no sea lo que llena tu vida
no te dejes secuestrar
como respuesta a su atraco establecido
roba lo ke puedas

El trabajo asalariado, es el robo, al servicio del sistema
Tiempos de atraco, tiempo de robo, normalizado permitido y legal



Aunque con un poco de retraso, he decidido publicar una canción que tiene mucho que ver con el sistema económico que tenemos en la actualidad. Este tema, titulado Tiempos de Atraco, del grupo barcelonés Elektroduendes, describe una realidad ante la que pocos se paran a reflexionar. Siempre se ha dicho que el trabajo dignifica al hombre, que la actividad laboral sirve para dar sentido a la vida de las personas. No estamos aquí para contradecir tal afirmación, pero sí debemos matizarla. Si bien el trabajo es una de las actividades más relevantes en la vida de una persona, deja parcialmente de ser tan dignificadora en el momento en que el producto de dicho trabajo pasa a beneficiar a terceras personas. Lejos de obtener cada persona el rédito de las actividades laborales que realiza, la retribución se estima en un contrato firmado previamente que no suele ser coherente con el incremento de valor que ese trabajo supone.

“El trabajo asalariado es el robo al servicio del sistema”. Marx ya habló de la plusvalía, esa creación de valor que el trabajador consigue con su labor y de la que se apropia el empresario. En virtud del contrato firmado, el trabajador vende su fuerza de trabajo, renunciando así al usufructo de la actividad que realiza para contentarse con un salario que le aporta la seguridad de saber que al final de cada mes recibirá una suma económica que le permitirá dar satisfacción a sus necesidades. El empresario juega con esa necesidad de seguridad intrínseca a la naturaleza humana para arrebatar al trabajador lo que éste ha creado con sus propias manos. Eso sí, el trabajador se supone que cobrará el salario estipulado aunque la empresa para la que trabaja obtenga pérdidas al final del ejercicio.

La pregunta que cabe hacerse es si seríamos capaces de vivir con otro modelo que no fuera el del trabajo asalariado. Si los seres humanos podríamos producir todo lo que necesitamos e ir avanzando hacia una supervivencia cada vez más cómoda, cada vez más alejada de la incertidumbre, sin estar subyugados unos a otros. ¿Podríamos ser productivos con un modelo que no se basara en la explotación y en el apropiamiento de la riqueza creada por otros, sino cimentado en la autogestión y cooperación?

lunes, 27 de diciembre de 2010

ANÁLISIS: SI EL CONSUMO ES LA GASOLINA, ¿QUÉ PASA SI SE VACÍA EL DEPÓSITO?

¿Deflación?, sí gracias

El autor explica cuáles son los riesgos de la deflación y defiende la caída de los precios desde el punto de vista del decrecimiento económico.

JM RIVADENEYRA / Desazkundea [Decrecimiento de Euskal Herria]
Lunes 20 de diciembre de 2010.  Número 139  Número 140
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Ilustración: Le Corbeau.
La deflación es la pesadilla de los economistas. Es uno de los fenómenos que pueden aparecer durante las crisis de sobreproducción, como la actual: al haber más oferta que demanda, los precios en lugar de subir (inflación), bajan. El problema es que la deflación induce a reducir el consumo, ya que sale más barato retrasar las compras. Y el consumo es la gasolina de la economía capitalista: si no hay consumo, hay que reducir la producción y todos pierden: las empresas reducen sus ventas, las inversiones y su plantilla (y, a menudo, sus beneficios), los Estados su recaudación, y los trabajadores acaban en el paro.

Si en una crisis se llega a producir deflación, se entra en una espiral de destrucción del tejido productivo y ahondamiento de la crisis de la que es muy difícil salir. Es lo que le ocurrió a Japón en los ‘90 en lo que se conoce como la “década perdida”. De esa experiencia no ha salido ninguna fórmula para combatir esta situación. De ahí el pánico a la deflación. Todo este análisis está hecho asumiendo que la única forma de mantener sana la economía es creciendo.

Pero si dejamos de lado el dogma del crecimiento económico, la valoración que se hace de la deflación es muy distinta. Si en lugar de asumir que el objetivo del sistema es maximizar la producción, partimos de que su objetivo es satisfacer las necesidades de la población, todo cambia. Desde esa perspectiva, la deflación se ve como un mecanismo corrector de la sobreproducción al racionalizar el consumo, ya que, en un escenario de deflación, el consumidor tiende a ajustar su consumo a lo necesario.

Y si se consume menos, también se producirá menos, llevando al sistema productivo a su dimensión adecuada. Pero la banca y sus gobiernos no lo ven así, y en lugar de redimensionar el sistema económico, se le quiere devolver a la sobreproducción que ha desembocado en cataclismo.

Por tanto, la deflación en sí no es mala, sino todo lo contrario. Pero, ¿cómo evitar el aumento del paro en una economía en recesión? La respuesta es evidente: repartiendo el trabajo. Los avances técnicos hacen que se necesite mucho menos trabajo que hace décadas para producir lo necesario para satisfacer las necesidades de la población, pero seguimos trabajando las mismas horas diarias que hace casi cien años. ¿Para qué? Para mantener el crecimiento, aunque hace tiempo que éste no sea necesario ni deseable en el mundo occidental. No es necesario, porque producimos más de lo que necesitamos. Y no es deseable porque es materialmente insostenible en un planeta que tiene sus recursos limitados, y porque condena a la población a repartir su vida entre el trabajo para producir y el consumo para sostener esa producción, sin dejar tiempo para un ocio dedicado a las relaciones familiares y sociales, las actividades culturales, lúdicas, etc. Hay que aplicar la técnica no para producir más, sino para hacerlo mejor, en menos tiempo y sin destruir empleo.

Otro aspecto que aterra a los detractores de la deflación es la pérdida de valor de los bienes acumulados, cuyo precio desciende con el tiempo. Pero no hay tal pérdida si el valor que damos a las cosas es su valor de uso y no su valor de mercado. Para entender esto, un buen ejemplo es el de la vivienda.

A quien la compra para vivir en ella, le da igual el valor de mercado que pueda alcanzar su vivienda, puesto que necesitándola para vivir no la va a vender. Y si la vende, el dinero que ingrese será equivalente al que se gaste en comprar otra. Sólo hay pérdida de valor para el especulador que compra una vivienda con la única intención de volver a venderla más tarde y obtener con ello un beneficio, y no para vivir en ella. Uno de los grandes vicios de este sistema es haber convertido absolutamente todo, incluso los bienes de primera necesidad, en mercancía. Sobre esa deformación la deflación tiene un efecto purgante: expulsa del sistema económico los elementos especuladores y no productivos, pues éstos dejan de tener el aliciente de comprar y acumular bienes para revenderlos cuando los precios hayan subido lo suficiente, dado que los precios, en lugar de subir, bajan.

En definitiva, la deflación es una bendición para la economía, un mecanismo de ajuste que redimensiona el sistema productivo y el consumo ajustándolos a los niveles necesarios, y que castiga al sector improductivo de la economía que son los especuladores, encabezados por la banca. Estos ajustes son muy necesarios cuando llevamos décadas aumentado irracional e insosteniblemente el consumo en los países ricos para poder seguir alimentando el crecimiento.

Si no entendemos así la deflación y no reaccionamos en sintonía, reduciendo la producción y el consumo y repartiendo el trabajo, lo vamos a pasar todos muy mal. El edificio económico que hemos habitado en el último siglo se derrumba. Ante ello tenemos dos opciones: intentar el imposible de apuntalarlo insistiendo en las fórmulas de siempre o desmontarlo ordenadamente, apostando por el decrecimiento. De momento, los gobiernos han optado por lo primero, y los cascotes ya están cayendo sobre nuestras cabezas.

martes, 21 de diciembre de 2010

Desigualdad líquida


Judío y polaco. Este binomio aplicado a una persona que nació en 1925 no puede sino conllevar tragedia. No obstante, Zygmunt Bauman, pese a haberse visto obligado a exiliarse en dos ocasiones –primero por la persecución nazi y más tarde por las purgas soviéticas-,  supone una excepción a la regla. Este sociólogo nacido en Poznan es una de las figuras más reconocidas de su disciplina en la actualidad. No por los premios que acumula  -el último ha sido el Príncipe de Asturias-, sino por la riqueza de los conceptos que ha acuñado.

Si por alguna idea es conocido Bauman, es por la de modernidad líquida. Ése es el punto central de su teoría y, como no podía ser menos, alrededor de él giró la conferencia que dio en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM el pasado viernes. Bauman explica el concepto de modernidad líquida mediante la contraposición de la etapa anterior: la modernidad sólida. 

Vivíamos en un mundo sólido porque todo era mucho más rígido. Económicamente hablando, las empresas dependían de sus trabajadores para prosperar, al igual que éstos dependían de aquéllas para sobrevivir. Esto obligaba a ambas partes a entenderse, capital y mano de obra representaban las dos caras de una misma moneda, inseparables. Sin embargo, la liberalización de los mercados y el proceso de mundialización desequilibraron la balanza. Se elevó una de las dos partes, relegando a la otra a una posición de sumisión. Esto es así porque la desaparición de las fronteras mercantiles permitió a los dirigentes de las empresas cambiar la localización de sus centros de producción, que aprovecharon para llevarse sus fábricas a países con legislación laboral menos exigente. Así consiguieron ahorrar enormes cantidades de dinero en costes de producción, al recortar en gran medida los gastos salariales. De esta forma, la cruz de la moneda –la mano de obra de los países desarrollados en los que antes se situaba la producción- perdió gran parte de su capacidad de presión. Sus armas para alcanzar sus intereses se volvieron en su contra, pues el hecho de hacer una huelga traía consigo el riesgo de que los propietarios decidieran trasladar los centros de trabajo a otras latitudes menos combativas.

Henry Ford, creador del modelo de producción basado en la cadena de montaje, vivió en la etapa de la modernidad sólida. Una de las razones del éxito de este fabricante de automóviles fue el que doblara los salarios a sus trabajadores. Ford se dio cuenta de que le merecía la pena reducir en parte los beneficios de su empresa a cambio de obtener la seguridad de que sus subordinados no se fueran con la competencia. Este ejemplo demuestra esa relación de dependencia mutua que existía anteriormente: Ford necesitaba a sus trabajadores para producir sus coches, y los trabajadores necesitaban a Ford para alimentar a sus familias. Hoy en día esa relación se ha roto. Ahora una de las partes tiene el poder de manejar la incertidumbre. El trabajador de un país desarrollado ha perdido gran parte de sus herramientas para reivindicar mejoras en su nivel de vida. El empresario maneja hoy más que nunca la incertidumbre, pues tiene la posibilidad de trasladar su compañía a un lugar que le garantice mayores beneficios.
Esa falta de efectividad al reclamar los derechos sociales facilita el estrangulamiento del Estado del Bienestar al que asistimos en la actualidad. Mientras el capital fluctúa libremente, las personas somos consideradas como meros productores. Autómatas al servicio de la empresa para crear valor y beneficio. Esa mentalidad deshumanizada se entiende en el marco de la crisis de valores contemporánea. Aunque la desigualdad siempre ha existido, nunca como hoy se ha dado la falta de preocupación por el semejante. El individualismo exacerbado corroe las relaciones sociales, reduciéndolas a simples transacciones donde ambas partes obtienen algo a cambio. La lógica del capital se ha convertido en el nuevo credo y el hereje que disiente es condenado al reino de los locos.

“¿Cuántas personas tienen que vivir en la miseria para que una sola sea rica?”. Bauman citaba así a José Saramago para denunciar la grave situación de inequidad que existe en el mundo. Con la modernidad sólida las diferencias entre personas ricas y pobres dentro de los países desarrollados se reducían, mientras que la distancia entre Estados avanzados y en vías de desarrollo aumentaba. Ahora, con la era líquida, las dinámicas se invierten. Las economías nacionales se igualan, los países emergentes aumentan su producción de riqueza gracias a las inversiones de los capitales occidentales, pero se acrecientan las desigualdades interiores, los ricos de los países del Norte cada vez acaparan más frente a sus compatriotas pobres. Para demostrarlo Bauman pone un dato sobre la mesa. Anteriormente el 1% más acaudalado de la población de EEUU poseía el 8% de la riqueza nacional. Ese mismo 1% de población aglutina hoy el 23% de la riqueza. Esto quiere decir que las diferencias económicas dentro de la primera potencia mundial se han triplicado. No parece muy razonable que una sociedad tan avanzada como la actual, en la que se utiliza la más puntera tecnología, y que ha sido capaz de instrumentalizar el entorno subordinándolo a la satisfacción de las necesidades humanas, sigan aumentando las desigualdades entre las personas. Nunca en la historia la humanidad había sido tan productiva –el PIB mundial de 2009 fue de $58,228 billones-  y, sin embargo, 2.800 millones de personas viven con menos de dos dólares al día.

Y es que los gigantes avances tecnológicos –una de las principales causas del gran incremento de la riqueza mundial- que hemos vivido a lo largo del último siglo -y sobre todo en los últimos 30 años-, en vez de contribuir al bienestar humano, parecen destinados a aumentar el control sobre los individuos. Los teléfonos móviles, por ejemplo. Es cierto que facilitan enormemente nuestra vida al permitirnos localizar a una persona en cualquier momento, pero eso mismo provoca también que estemos localizables todo el día para nuestro jefe. Como dice Bauman: “llevamos 24 horas el despacho a cuestas”. Similares argumentos se podrían alegar sobre otras tecnologías como los ordenadores e Internet. Éste último, instrumento de incalculable potencial debido a su carácter democratizador –como ha demostrado Wikileaks-, probablemente no tardará en caer preso de las aspiraciones del poder, nada interesado en la existencia de resquicios que puedan hacer tambalear su posición dominante.

No obstante, pese a todos estos factores, Zygmunt Bauman no pierde la esperanza. Su optimismo reside en que la humanidad, que por sí sola no parece darse de cuenta que el sálvese quien pueda no es el camino correcto, pronto se verá obligada a cambiar. “Para continuar con nuestro ritmo de vida actual necesitamos cinco planetas en vez de uno”. Estas palabras del sociólogo polaco hacen referencia al agotamiento de La Tierra. Nuestro planeta se resiente, tras más de dos siglos de revolución industrial no parecen quedar ya muchos recursos por exprimir, por lo que nos veremos forzados a limitar el crecimiento productivo. Tendremos que frenar la constante creación de nuevos bienes, lo cual no tiene por qué ser una mala noticia. Así tendremos más tiempo para disfrutar de los que ya tenemos. Y puede que la modernidad vuelva a solidificarse.

viernes, 17 de diciembre de 2010

¿Qué he aprendido?

Al hacerme esta pregunta lo primero que me viene a la cabeza no son conceptos teóricos adquiridos típicos de la materia que da nombre a la asignatura. Lo primero en lo que pienso es en haber participado en un proyecto educativo diferente. Esta es una clase distinta a las demás en muchos aspectos. En primer lugar, no da la impresión de que el profesor esté juzgando a los estudiantes en todo momento, maquinando en su cerebro la nota que debe poner a cada uno, como parecen hacer muchos otros docentes. Se agradece comprobar que existen alternativas a la hora de impartir una clase, más allá del llegar a clase, soltar una parrafada de apuntes e irse sin intercambiar ni una palabra con los alumnos. Además, el hecho de evaluar el trabajo continuado a lo largo del año, en vez de hacer una prueba puntual como un examen, me parece bastante más efectivo. Al fin y al cabo, cuando existe un examen, inconscientemente atendemos al profesor solo cuando explica algo relacionado con él, es decir, cuando da apuntes susceptibles de entrar en el examen. El hecho de que no exista esa prueba otorga un sentido global a las clases, que no tienen como fin el aprobar un examen sino el disfrutar del placer que da adquirir nuevos conocimientos.

Por supuesto, también he aprendido cosas relacionadas con el sistema económico mundial, ya sea en las clases cuando intercambiamos visiones sobre la realidad económica actual, o cuando realizo tareas relacionadas con la investigación grupal.

En definitiva, es muy de agradecer el que existan modelos alternativos de enseñanza, que huyen de la comunicación unidireccional y permiten a los estudiantes expresarse más allá de los típicos cauces como los exámenes.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Alarma: Controladores aéreos en paro

Hoy recojo un texto escrito por una controladora aérea en el que muestra las razones por las que su colectivo decidió tomar las drásticas medidas del viernes pasado. Su manera de expresarse no es la más educada, hecho que yo interpreto como muestra de la rabia que acumula en su interior por la situación de su colectivo, que ella ve claramente agraviado.

Tenga quien tenga la razón, me parece importante dar voz también a la otra parte, ya que los medios de comunicación no parecen interesados en mostrar otra opinión que la de los partidos políticos mayoritarios.

Es obvio que los controladores hacen uso de su posición estratégica para presionar al Gobierno y así hacer cumplir sus demandas. Pero, atendiendo a las condiciones que tienen actualmente, es entendible su indignación. Aunque, por supuesto, también se comprende a los miles de pasajeros que perdieron sus vacaciones. La pregunta es, ¿hasta dónde es legítimo que los controladores utlilicen su capacidad de presión, teniendo en cuenta que haciéndolo perjudican a un gran número de personas que nada tienen que ver con el tema? Leed y juzgad vosotros mismos.




En lugar de leer los periódicos pagados por el gobierno lee el Boletín Oficial del Estado, ahí está todo y luego decides lo que te crees y lo que no.
 Otro dice que vivimos en un estado de derecho. Pues va a ser que no. El primer decreto ley que nos cascaron anuló nuestro derecho a la negociación colectiva violando la Constitución. Pues ahí está.
Me abren dos expedientes disciplinarios por escribir una mariconada de blog. Tengo dos juicios pendientes, que cada cosa que vosotros tenéis por ley yo tengo que ganarla en los tribunales y eso si tengo suerte, que si no me jodo, porque soy controladora y no se me aplica ni de coña la misma justicia que a vosotros lo creáis o no.
Mis huelgas las pactan sindicatos en los que no hay ni un controlador y me nombran servicios mínimos del 120%. Si eso es tener derecho a la huelga que baje dios y lo vea.
Ponemos a la opinión pública en nuestra contra: mentira, siempre lo ha estado porque nadie se ha molestado en escuchar los argumentos y datos que llevamos dando un año. Sólo oyeron 360.000 y no pasaron de ahí.
¿Para qué cojones creéis que nos han cascado tres decretazos y una orden ministerial?
En el primero nos ampliaron la jornada por el morro en seiscientas horas al año, que está de puta madre.
Nos crujieron el sueldo y resulta que todos sabéis lo que yo gano porque lo dicen en la tele. Pues tampoco es verdad ni por los cojones. No gano 200.000 euros al año por mucho que diga el ministro. Ni eso ni la mitad.
Si os molestaseis en mirar mejor, veríais que hace nada la directora de navegación aérea se soltó el moño diciendo que pedíamos más dinero saliendo de una reunión de la que existe un acta en la que no figura semejante petición. Un juez la obliga a retractarse, pero vosotros sólo oís lo que os da la gana. Y somos los malos para variar. Y de éstas hay mil.
Hemos presentado cientos de demandas por incidentes de seguridad, por irregularidades de todos los calibres. Van a parar al fondo de un cajón. Estamos recurriendo a tribunales europeos porque lo de España es el coño de la Bernarda.
En el segundo decretazo nos quitaron los descansos y se concedieron barra libre para ponernos a currar como animales y nos obligan a estar disponibles 365 días al año, 24 horas al día. Esto se lo comento a los médicos que me dicen gilipolleces, que ninguno curra todos los días.
Me obligaron a trabajar doscientas horas al mes a turnos de mañana, tarde y noche. Y para el subnormal que dice que trabajo como todo el mundo 40 horas a la semana, eso son 160. O sea, que yo trabajo el equivalente a cinco semanas en un mes de cuatro, cuando por ser trabajo a turnos debería currar bastante menos.
Al que le salga de los huevos que se lea cualquier estudio del efecto del trabajo a turnos sobre el organismo. La mitad de los que me ponéis a caldo dormís mal dos días y estáis hechos una mierda. Yo llevo haciendo turnos sin rechistar catorce putos años, así que no me jodáis.
Y es muy fácil imaginar mi curro desde vuestros sofás, durmiendo ocho horitas cada noche. Si venís a currar conmigo a turnos un mes en una semana no podéis con vuestros huevos.
No somos controladores suficientes, y es lo que hay. No damos abasto coño. No os queréis enterar. Nos exigís currar todos los días para tener vuestros putos puentes y vuestras putas vacaciones. ¿Dónde cojones dice que seamos vuestros esclavos? ¿Por qué vosotros tenéis todos los derechos del mundo y nosotros NINGUNO?
A pesar de que nos aumentaron un huevo las horas, como los de AENA son unos inútiles nos hicieron currar como putas en verano y se quedaron sin sus propias putas horas. Y yo no puedo trabajar por encima de lo que estipula la ley porque me meten en la cárcel.
Solución: otro decretazo, el de hoy, que hace desaparecer vacaciones, bajas, permisos, reducciones de jornada por maternidad etc y así salen horas por un tubo. Y con efecto retroactivo, que ya es para cagarse.
Vuestro puente de puta madre, y yo curro dieciséis meses al año.
Me decís que pobrecitos vuestros parientes, que no podéis ir a verlos. Yo he tenido UN fin de semana libre en nueve putos meses. Han operado a mi madre tres veces y la he visto cinco días.
Y os atrevéis a decirme que vuestras familias son más importantes que la mía.
Y ahora viene la mierda de los militares. Somos dos mil civiles, y no hay ni doscientos controladores militares aprovechables para hacer nuestro trabajo. Controlar no es conducir, y para que un militar haga mi curro tiene que saberse mi espacio aéreo, mis procedimientos, la geografía de mi zona de pe a pa. O sea, que necesita un par de mesecitos o más. Sin contar con que yo muevo sesenta aviones a la hora y ellos no pillan ni la cuarta parte. Por no decir que van tiesos de inglés para vuelos comerciales (…)
El que quiera ser un esclavo que lo sea, no me contéis que vuestros curros son peores,  espabilad y luchad en lugar de lloriquear, pero yo defiendo el último derecho que me queda, que es el de pelear por recuperar mis derechos (lo que vosotros llamáis privilegios, que manda huevos) y mi dignidad profesional y personal.
Y si lo consigo bien y si no me largo del curro. Haceos controladores vosotros y así os curráis los puentes unos a otros y tan ricamente. Os va a encantar.
Mola que sólo a una persona le haya llamado la atención que en todo este tiempo no se haya oído a los controladores. No nos dejan hablar en la tele ni salir en los periódicos porque al Gobierno no le interesa que se conozca nuestra versión. Sólo tenéis la suya.

http://controladoresareosyotrashierbas.blogspot.com/2010/12/ver-si-nos-entendemos.html

viernes, 3 de diciembre de 2010

Imán, Ramón J. Sender


Imán, de Ramón J. Sender, es una novela histórica ambientada en la Guerra de Marruecos. Los acontecimientos narrados acontecen, aproximadamente, entre 1921 y 1924. Entre ellos se describe en primera persona el conocido como Desastre de Annual, una debacle del ejército español que propició la caída del Gobierno en Madrid y puso en jaque la presencia colonial en el norte de África.

Imán tiene como protagonista principal a Viance, un joven de clase humilde que fue reclutado forzosamente para combatir en Marruecos. Nació en una familia campesina, no propietaria, que arrendaba la tierra a un terrateniente en la provincia de Huesca. Muchacho con aspiraciones, decidió marchar a la ciudad más cercana, Barbastro. Allí aprendió el oficio de herrero, medrando pronto gracias a su buen hacer. Debido a las malas cosechas y extrema escasez de medios, sus padres y su hermana morirán en el campo. Poco después Viance es llamado a filas.

Una vez en Marruecos combatirá como soldado raso de infantería. Testigo directo de la derrota de Annual, Viance huye en solitario tras el aniquilamiento de su batallón a manos de las tropas rebeldes del Riff. Su periplo en solitario a través de las líneas enemigas en busca de la zona española parece un camino sin fin. A medida que Viance avanza en su huída van cayendo sucesivamente las plazas españolas. Dar Dríus, Tistutin, Monte Arruit, Nador... En esta última ciudad cae preso de los rebeldes. No obstante, conseguirá escaparse y llegar sano y salvo a Melilla. 

Tras la interminable huída Viance no recibe el trato que esperaba al pisar de nuevo territorio nacional. Lejos de ser agasajado y recibir el cuidado necesario para recuperarse de sus heridas –lleva dos balazos y una mano rota-, es atendido fugazmente por el médico sin siquiera permitírsele pasar una noche en la cama del hospital. Para más inri será castigado con una sanción de dos años más sirviendo en la guerra por replicar al médico su bochornosa actitud.

Transcurrido más de un año, Viance sigue combatiendo en Marruecos. Esta vez se encuentra en un campamento del ejército desde el que parte hacia el frente. Esta vez el bando español sí ganará la batalla, consiguiendo tomar una colina rifeña a costa de las tropas rebeldes de Abd-el-Krim. Sin embargo, Viance no disfrutará tal victoria, pues volverá a ser sancionado por perder su fusil durante el combate. Seis meses más de infierno.

Finalmente Viance obtiene la licencia para volver a España. Pero se encuentra con un problema: después de cinco años en África ha perdido toda conexión con su realidad en España. Viance es libre para volver a su tierra, pero ya nadie le espera allí, no tiene ninguna motivación para continuar viviendo. Esta sensación se acentúa en el protagonista cuando comprueba de primera mano que su pueblo ha desaparecido debido a la construcción de un embalse justo en el mismo valle en el que antes se encontraba.


Imán, la primera novela de la exitosa carrera literaria de Ramón J. Sender, contiene en sus páginas una crítica mordaz hacia la guerra en general y hacia el ejército español en particular. Cuestiona valores como la Patria o el heroísmo y esclarece los verdaderos motivos de las guerras coloniales. “¿Sabes lo que es la Patria? No es más que las acciones del accionista”. Esta frase, puesta en boca de un soldado, se refiere a la necesidad de las empresas mineras españolas de mantener el control sobre San Juan de las Minas, región perteneciente al protectorado español en Marruecos, rica en yacimientos minerales. El Estado interviene así de forma directa para perpetuar la posición dominante de sus empresas sobre los recursos naturales de los territorios coloniales. Pese a que el libro fuera escrito hace 80 años, este tema es de rabiosa actualidad. Por ejemplo, la intervención norteamericana en Irak, que trataba de impedir que Saddam Hussein cediera la explotación de sus pozos petrolíferos a empresas no estadounidenses.

Sender pone de manifiesto las paupérrimas condiciones en que los soldados españoles se veían obligados a vivir durante su etapa de servicio. Ratas y piojos son cotidianos entre la soldadesca. Comida en malas condiciones, ropa y calzado deteriorados, escasez de munición y, lo que más sufrirá el protagonista de la novela: ínfimo abastecimiento de agua. La orina se convierte así en el líquido que llena la mayoría de cantimploras. Éstas, junto a la fallida estrategia militar, son las principales razones del Desastre de Annual.

El ejército español también está en el punto de mira por su corrupción. Mientras el grueso del ejército vive en las circunstancias antes mencionadas, los rangos superiores disfrutan de todo tipo de comodidades. A esta desigualdad material se une el dictatorial trato que tienen con los reclutas. Tanto es así que un personaje de la novela se llega a plantear cambiarse de bando: “Loco será el que vuelva a comenzar (el servicio) por su gusto. Allá -Melilla- paso hambre, frío, aguanto palos, no tengo un céntimo y estoy como en una cárcel. ¿Todo pa qué? La única herida que llevo me la hizo un oficial (español), y yo veo que entre los moros se ayudan y no hay tanta estrella y tanta carta. Todos son hombres y yo otro hombre más”. El abuso de autoridad, la brutalidad de los altos mandos con los soldados rasos sale a la luz una y otra vez en la novela. Es un ejército totalmente deshumanizado, capaz incluso de disparar contra sus propios efectivos sí éstos no muestran la valentía suficiente.

Además de la estructura jerárquica militar, también se pone en duda la efectividad de sus acciones. Por ejemplo, las tropas del regimiento de Viance son enviadas al frente a pie. Deben recorrer más de veinte kilómetros para, sin descanso alguno, comenzar inmediatamente a combatir. En este camino el protagonista se plantea lo siguiente: “con los 20 kilómetros que nos esperan llegaremos allí como peleles; obedeceremos ciegamente y el cansancio y esa fiebre especial del camino, la sed, el calor, harán que nadie se entere de que mueren hasta que se vea en el otro barrio. Merecen compasión los que van en camiones hasta el lugar de desplegar (el ataque) y llegan frescos y con sus energías morales intactas”. Por supuesto, el autor también plantea aquí el absurdo de la guerra. El envío masivo de hombres al combate cuyo destino será, muy probablemente, la muerte. Para que accedan a ello, a falta de una fe ciega en la defensa de la Patria, deben estar tan cansados que no puedan parar a plantearse por qué luchan.

Otra de las críticas que aparece en la obra está dirigida a la mentalidad española y occidental. En su huída de Annual, Viance topa con un viejo hispano-árabe con el que mantiene una profunda conversación. En ella el viejo comenta: “Yo no sé si soy español o no, pero estoy por los moros. Esto (la insurrección militar) lo han hecho los jóvenes de acá porque los viejos hacen el saludo militar a los cabos españoles. En cambio vosotros, los jóvenes españoles, os sometéis, ofrecéis lo mejor de vosotros mismos a cosas caducas, inútiles y malvadas”. Al final del texto, en una línea similar, Viance reflexiona en estos términos: “Ha recorrido España de punta a cabo. Ha visto llanuras, montañas, como en África, y, labradores altivos y taciturnos, como los moros. Igual, igual que allá. Pero, ¿por qué los de aquí son tan sumisos? ¿Basta el estrecho de Gibraltar, una “manga de agua”, para hacerlos cambiar de esa manera? Sus intuiciones son muy vagas. Lucha histórica del godo contra el africano. La aristocracia del Norte, confabulada con los judíos en un amasijo de catolicismo, contra el hermano de África, gemelo del español primitivo y hermano mayor del auténtico español moderno. El caso de España es el mismo que el de Marruecos. La aristocracia goda “corre a los moros” y busca títulos de grandeza, y en España corre a los españoles y busca títulos de la Deuda de acuerdo con los auténticos bárbaros del Norte.” Sender cuestiona aquí el colonialismo europeo, que ha maltratado al continente africano. Además, critica la sumisión española que, aunque pretenda actuar como el resto de potencias occidentales, no deja de ser una víctima más de la codicia del sistema. Un tema de suma actualidad éste. El autor habla de la búsqueda de títulos de Deuda, precisamente el mismo problema que acontece en la actualidad con los ataques especulativos a los países más vulnerables de la Unión Europea, entre ellos España. Constatamos así como la adquisición de bonos de Deuda ha sido y es -y lo seguirá siendo mientras el sistema actual perdure- un negocio rentable para aquellos que quieren obtener lucro económico jugando con el futuro de las personas que en esos países viven. Mientras los Estados sigan gastando lo que no tienen, y por tanto legando una cada vez mayor deuda a las generaciones posteriores, el negocio de la inversión en Deuda estatal seguirá siendo un muy apetitoso negocio. Y como dice Sender, continuará este juego de acuerdo con los auténticos bárbaros del Norte.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Artículo de El País sobre la prima de riesgo

He encontrado este artículo en elpais.com y me ha aclarado bastantes dudas que tenía con respecto a la actual situación de los mercados y el posible contagio a España y Portugal del problema que han sufrido Grecia e Irlanda .

 

La crisis del euro

¿Qué es la prima de riesgo y cómo funciona?

Las tensiones en los mercados de deuda aumentan el coste de los Estados a la hora de salir a buscar financiación y condiciona a sus bancos

ÁLVARO ROMERO - Madrid - 30/11/2010
La presión a la que se está viendo sometida España en los mercados secundarios de deuda por la desconfianza sobre su solvencia ha disparado la prima de riesgo del país. Pero ¿qué es y qué significa para las finanzas de un Estado que suba la prima o que aumente la rentabilidad de sus bonos? Este último capítulo de la crisis del euro ha puesto en el primer plano de la actualidad algunos términos económicos a los que los ciudadanos no estaban acostumbrados o no conocían. Aquí puedes saber consultar qué son y sus consecuencias.

¿Qué es la prima de riesgo?: Es el sobreprecio que exigen los inversores por comprar la deuda de un país frente a la alemana, cuyo precio es el que se utiliza como base o referencia ya que está considerada como la más segura y es menos propensa a sufrir bandazos en función de factores coyunturales o puntuales -crecimiento, déficit...-. En términos generales se puede traducir por cuánto dinero es necesario para que los compradores dejen de lado sus temores y olviden el riesgo que conlleva entrar en la deuda de los países señalados por los problemas arriba mencionados de déficit o escaso crecimiento. La razón de este rechazo es que si el inversor sospecha que no entra dinero en las arcas del Estado o no el suficiente, tampoco habrá fondos para pagar a quienes adquirieron su deuda.

¿Cómo se fija la rentabilidad de los bonos?: Antes de explicar cómo se mide la prima de riesgo hay que abordar qué es la rentabilidad de la deuda de los países y cómo se fija. El Estado realiza sus emisiones a través de subastas en el mercado primario de deuda soberana a un precio -interés- que varía en función de la demanda o el plazo de vencimiento de los títulos, pero que no cambia a lo largo de su vigencia. Los títulos pueden ser a corto (3, 6, 12 o 18 meses) o largo plazo (3, 5, 10, 15 o 30 años), pero cuanto mayor es, los inversores exigen más rentabilidad, ya que no van a volver a disponer de su dinero hasta que concluya este tiempo y necesitan un buen incentivo para tomar la decisión. Los compradores de los títulos son los llamados inversores institucionales: bancos y grandes fondos de inversión que mueven millones de euros con un solo click de ratón.

¿De qué depende?: Así, en momentos como los actuales, cuando los inversores priorizan la seguridad, aumentan las solicitudes para entrar en la deuda alemana, considerada como refugio contra el chaparrón que está cayendo sobre la eurozona ya que hay una sólida confianza en que pagará religiosamente pase lo que pase. Por este motivo, ante la abultada demanda, baja el interés de sus bonos, actualmente en torno al 2,6% en la deuda a 10 años. Esto es, por cada 100 euros de deuda alemana a este plazo, el comprador recibe 2,6 euros anuales hasta que, una vez cumplidos 10 años, se le devuelva el 100% de su inversión.

¿Cómo se calcula la prima de riesgo?: Los bonos de un determinado país, una vez emitidos, se intercambian libremente en los mercados secundarios de deuda a un interés o rendimiento que varía a cada momento en función de la demanda. Es aquí donde se calcula la prima a partir de la diferencia entre los bonos a 10 años de un país frente a los de Alemania ya que este mercado, que tiene el mismo perfil de inversor que el primario, es más permeable a las circunstancias concretas que afectan a cada Estado en un momento concreto y refleja mejor la percepción del riesgo de los inversores. No obstante, aunque son mercados diferenciados, se retroalimentan entre ellos ya que el interés al que cotizan los bonos en el secundario siempre se acaba trasladando al primario y, por tanto, al precio de las subastas que realiza el Tesoro y, de ahí, a las arcas del Estado en cuestión. Y vuelta a empezar.

¿Qué efectos tiene para las arcas del Estado?: Por tanto, si los bund alemanes se venden en el secundario al 2,6% frente al 5,6% que piden por los de España dada las posibilidades, aunque sean mínimas, de que tenga problemas a la hora de pagar, la prima es de 3 puntos porcentuales o 300 puntos básicos. O dicho de otra manera, cuando la prima se traslada a las subastas del Estado, si Alemania, con poco riesgo, tiene que pagar 2,6 euros por cada 100 euros de deuda a 10 años que emite para financiarse, a España, que tiene más riesgos, se le exigen 5,6 euros. Si multiplicas la diferencia por las decenas de miles de millones de deuda que cada año emite un país para financiarse, la cifra que resulta no es nada desdeñable. A modo de ejercicio teórico sobre el caso concreto de España y si se aplica este diferencial al total de la deuda a 10 años en circulación que había a cierre de octubre, que no es tal, el Tesoro debería abonar un sobreprecio de 430 millones frente a Berlín. Pero, como estos bonos solo representan el 31% del total de la deuda española pendiente de devolver a los inversores, el impacto de la prima sobre el conjunto de títulos emitidos supera ampliamente los cuatro dígitos y equivale, por ejemplo, al ahorro esperado con la congelación de las pensiones para el próximo año.

¿Cómo afecta a los bancos?: Haciendo bueno el refrán de dime con quién andas y te diré quien eres, los bancos de cada país son indisolublemente dependientes a lo que suceda con el Estado en cuestión. Si el país tiene problemas, ellos tienen problemas, por lo que cuando acuden al mercado interbancario -donde las entidades se prestan dinero entre sí- para financiarse, pagan más o menos en función de si la prima es alta o baja. Y si a los bancos les cuesta más dinero captar fondos, también incrementarán los intereses que les cobran a sus clientes por los créditos. En consecuencia, si los préstamos son más caros, hay menos dinero para las familias y las empresas, con lo que gastan menos y lastran la recuperación de la economía. Y si se crece menos, menos empleo y menos ingresos por impuestos tiene el Estado y más desembolso por el paro. Con menos fondos, registra más problemas para reducir la déficit y pagar a sus acreedores, con lo que cada vez resulta más difícil volver a un estado de solvencia mientras la partida por intereses aumenta imparable, y como gasta más de lo que ingresa decide sacar la tijera y se resiente el crecimiento... Y como diría un popular personaje de dibujos animados, "hasta el infinito y más allá".

¿Que supone para el conjunto de la economía?: Para hacerse una idea de como está el patio, si la prima de España está en torno a los 290 puntos básicos, la de Grecia, el país que abrió la caja de los truenos de la crisis, está en 900, y la de Irlanda, el segundo en caer, en 600. La de Portugal, considerado como la próxima víctima, se mantiene en 440. Según cálculos de Bruselas, si un país tiene una prima de 400 puntos básicos y no toma medidas, es probable que el impacto del sobrecoste por financiarse en el conjunto de su economía genere un impacto negativo en el Producto Interior Bruto de un 0,8% anual. Una cifra que, en estos momentos en los que unas décimas separan el crecimiento de la recesión, puede suponer la frontera entre el éxito y el fracaso.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Internet, el AK-47 del siglo XXI

En los últimos tiempos hemos comprobado el poder de Internet. Una simple página como Wikileaks ha puesto en entredicho la seguridad de los documentos clasificados de la inteligencia norteamericana. Una superpotencia mundial amenazada por las filtraciones aireadas en un sitio web que la expone para que cualquier persona con acceso a la red pueda verlas.

Esto demuestra el potencial de la herramienta que conocemos como Internet. Una red que conecta a todo el mundo con el único requisito de poseer un terminal y una conexión apropiadas. Afortunadamente, hasta el momento esos elementos están al alcance de la gran mayoría de personas que, con mayor o menor dificultad, pueden acceder a Internet. Sobre todo en el contexto urbano de los países desarrollados.

La red posibilita el intercambio instántaneo de información entre personas situadas en cualquier punto del globo terráqueo, por lo que podría ser un instrumento esencial para impulsar un cambio social, político o económico, al facilitar la organización de personas que disienten con el régimen establecido. Además, hitos como el de Wikileaks aportan transparencia al mundo en que vivimos. Nos permiten entrever lo que las opacas altas esferas deciden y sus verdaderas motivaciones, escapando así del férreo control mediático al que someten a los supuestos informadores. Y es que si los medios de comunicación de masas son empresas con ánimo de lucro que responden a los mismos postulados que los gobernantes (económicos y políticos), ¿cómo van a informar imparcial y objetivamente sobre los hechos que acontecen? Mienten. Muestran solo la información que conviene a los magnates que los controlan. Esconden todo aquello que podría arrebatarles su posición privilegiada. Internet podría ser la solución a este problema.

sábado, 27 de noviembre de 2010

UCM: Universidad Coca-Cola de Madrid

En los últimos cinco años la Facultad de Ciencias de la Información ha cambiado mucho. No sólo la fauna estudiantil se ha ido homogeneizando – y feminizando-, también se han acabado esas obras que parecían interminables. Pero, a mi entender, los cambios más representativos que se han producido son otros. Son pequeñas modificaciones que van dando muestra de la imparable expansión de la lógica dominante: el mercantilismo.
Se deja de estructurar los espacios a partir de criterios racionales para atender más a lo rentable. Es decir, se supedita la inteligencia al dinero. Esto se percibe muy claramente yendo a comer cualquier día a la cafetería de la Facultad. Sillas demasiado grandes que obligan a sus usuarios a saltar por encima de ellas para poder sentarse. ¿Por qué? Por el gran logo de Coca-Cola que llevan impreso. Se prefiere utilizar sillas que publicitan a una de las mayores transnacionales que existen pese a que sus dimensiones sean tan desproporcionadas que prácticamente no quepan en el sitio que les es destinado. Hace cinco años teníamos sillas normales que no hacían de sentarse en el comedor una odisea homeriana. Eso sí, no condicionaban nuestras mentes incitándonos a consumir desenfrenadamente.
Este tema puede parecer una tontería, una pataleta de un estudiante cansado de tener que comer todos los días tras una carrera de obstáculos cocacolizados. No obstante, se debería tener en cuenta que este es un proceso paulatino de construcción de una realidad diferente. El neoliberalismo, la economía de mercado y sus lógicas se van introduciendo en nuestras mentes para que, poco a poco, las vayamos aceptando como si no existiera otra realidad posible. Hoy en día ya nos parece hasta razonable que la universidad pública, vistas las circunstancias críticas de la economía global, recurra a una empresa de bebidas para financiarse. Ha llegado un punto en que todo lo medimos por su rentabilidad, hasta ámbitos como la educación, encargada de formar a las futuras mentes que tomarán las riendas del mundo, se arrodilla ante la única ley sagrada que hoy en día queda: la de la oferta y la demanda. De esta manera, estudios poco rentables debido a la escasez de alumnos y dudosa productividad cuentan sus días hasta ser pasados por la guillotina. Un ejemplo podría ser Filosofía. No importa que en ese saber se encierre gran parte del conocimiento que el ser humano ha ido acumulando a lo largo de su existencia. En la actualidad no es rentable y por ello no merece seguir existiendo. Y lo peor es que esa lógica economicista va ganado terreno en nuestros razonamientos hasta erigirse en hegemónica. Además, en el caso de la carrera filosófica, eliminándola facilitan el proceso de modelación de individuos menos conscientes y, por tanto, más manejables y adaptables a los intereses de los poderosos.
A las sillas se unen los vasos y las jarras, también patrocinadores de la mencionada empresa. Probablemente esta dinámica se incrementará con el curso de los años. Cada vez nos rechinará menos observar marcas de multinacionales en el entorno universitario. Incluso, aunque sea aventurado decirlo, puede que llegue el día en que la Universidad Complutense abandone su denominación clásica y pase a llamarse, por ejemplo, Universidad Telefónica o Universidad BBVA. Eso si no somos capaces de frenarlo a tiempo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Fe contra modernidad

Hace unos días España recibió una visita ilustre. Una de las personas más influyentes del mundo se ha dado una vuelta por Santiago de Compostela y Barcelona, probablemente tratando de reavivar la llama de la fe en un país que siempre ha sido el más sólido bastión del catolicismo. Efectivamente, es de Joseph Ratzinger, el actual Papa, de quien hablamos.

Muchos son sus detractores, pero también muchos sus fieles. Numerosas han sido las muestras de protesta ante la venida del jefe de la Iglesia de Roma. Manifestaciones en favor de los anticonceptivos, el aborto o los homosexuales han copado las actividades del sector laicista del Estado. Mientras, otros se reunían en torno a misas masivas para oír con sus propios oídos al Santo Padre. Dos actitudes enfrentadas. Dos mentalidades diferentes: una abraza la tradición, la otra rechaza la imposición.

Hace unos meses, recién ocurrido el terremoto de Haití, un importante eclesiástico español declaró que “existen males mayores que los de esos pobres de Haití; nosotros también deberíamos llorar por nuestra pobre situación espiritual, por nuestra concepción materialista de vida, quizás nuestro mal es más grande que el de aquellos inocentes”. Esta afirmación causó un gran revuelo. A su autor le llovieron críticas por todos lados, al comparar una tragedia que dejó más de 150.000 muertos -y un país devastado- con la crisis de valores que invade Occidente. Aunque la comparación fuera efectuada en el momento más inoportuno posible, y además por un miembro del sector más rancio de la Iglesia, no conviene dejarla de lado. Salta a la vista la profunda grieta espiritual que se ha abierto en la mentalidad del hombre moderno.

Una vez que el ser humano pudo despojarse del yugo de la religión comenzó a pensar libremente. Esa capacidad para razonar sin trabas dogmáticas facilitó el desarrollo científico, que a su vez propició –no sin sangrientas revoluciones de por medio- la expansión del bienestar social. En otras palabras, de no ser por el proceso de secularización vivido en Europa a partir del siglo XV hoy en día seguiríamos viajando a lomos de un burro y cenando a la luz de una vela.

No obstante, la victoria de la razón frente al dogma también trajo consecuencias negativas. Se abandonaron valores como el de la caridad hacia los necesitados, tan arraigados en el cristianismo antiguo -producto de la desvinculación entre actos mundanos y salvación ultraterrena-. Abonándose así el terreno para el capitalismo salvaje del siglo XIX. La secularización colaboró también en ese “terror del capital”, pues creó en las personas la sensación de tener que satisfacer sus deseos en su vida terrena, sin esperar al paraíso post mortal. Ese ansía por satisfacer los deseos terrenos se tradujo en una búsqueda incesante de beneficio, lo que a su vez justificó el sistema económico actual, basado en la continua acumulación de capital.

Si a todo ello añadimos la irrupción del darwinismo social, legitimador de las desigualdades sociales al atribuirlas a una condición “natural” del ser humano –los individuos más fuertes triunfan y se sitúan en lo alto de la escala jerárquica, mientras que los débiles se deben contentar con la migajas que los otros dejan-, el panorama que queda no es muy alentador. Sin embargo, la efervescencia revolucionaria del movimiento obrero obligó a las élites a corregir los desequilibrios del mercado y fomentar cierta justicia social. Casualmente, en este gran conflicto entre empresarios y asalariados la Iglesia no dudó en alinearse con los poderosos. Si bien reclamó algunas mejoras en las condiciones de los trabajadores, se opuso frontalmente a los sindicatos de clase, promoviendo el modelo vertical que aúna capital y trabajo bajo su seno. El mismo modelo que impide al trabajador reclamar efectivamente sus derechos. El mismo modelo que Mussolini o Franco hicieron suyo. Gran paradoja: la misma institución que aboga por la defensa de los pobres, por el respeto hacia el prójimo, es la misma que prefiere aliarse con los explotadores antes que con los explotados. Se pone por delante la practicidad de conservar el poder antes que el idealismo de defender los propios principios.

El desarrollo de la sociedad moderna –y postmoderna- modeló seres humanos cada vez más individualizados. El consumo masivo, la televisión, la mercantilización de toda relación social ha provocado una enorme ausencia de valores entre la población. Ya nada importa con tal de obtener beneficio. No importa pisar al compañero, no importa mentir, siempre que con ello se ascienda económica, social o políticamente. Esa ética –o ausencia de-, basada en el lucro individual sin importar el cómo, es la consecuencia del sistema económico capitalista, cuya lógica se basa en el “sálvese quien pueda”. Quizá es de esta crisis de valores de la que hablaba el religioso español que antes mencionábamos, o quizá no. Quizá él se refería a los valores por los que se ha regido su institución a lo largo de los siglos, bajo los cuales ha engañado a los ignorantes, quemado en la hoguera a los disidentes o pactado con los terratenientes, a pesar de que llevando a cabo todas esas acciones no haya hecho más que contradecir lo que su gran venerado Jesucristo dijo.

La confluencia del auge del individualismo capitalista con el desencanto hacia la Iglesia Católica ha provocado que las parroquias españolas estén cada día más desiertas. No sabemos si la preocupación del clero nacional se debe tanto a la crisis materialista que empuja al infierno a todas nuestras almas como al vaciamiento de sus arcas que ello provoca.

En cualquier caso, la visita del Papa a España pone de manifiesto la existencia de un país dividido. Él mismo comparó en el avión que le llevaba a Galicia la situación que hoy vivimos con la que reinaba en los años 30 del siglo pasado. Aunque muy exagerado, ese paralelismo se puede aplicar a las diferentes manifestaciones que últimamente tienen lugar en nuestro territorio. Marchas masivas por la defensa de la familia tradicional frente a colectivos que luchan por la laicidad del Estado, la ampliación del aborto o los matrimonios homosexuales. El choque entre fe y modernidad está asegurado.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Viaje a la Europa olvidada

Este verano realicé junto a tres amigos un viaje alrededor de los Balcanes. Recorrimos cinco de las seis repúblicas que hace no mucho formaban la Yugoslavia de Tito. Este relato se centra en los días que pasamos en Bosnia-Herzegovina, concretamente en nuestro paso por Srebrenica. Este pueblo, situado en los Alpes Dináricos, es conocido por la horrible matanza que en él se produjo en julio de 1995. Justo quince años antes de que nosotros pasaramos por allí, el ejército serbo-bosnio, liderado por el general Ratko Mladic, tomó la localidad durante la Guerra de Bosnia y, pese a ser una "zona segura" protegida por cascos azules, perpetró una masacre que acabó con la vida de más de 8.000 personas, todos varones de religión musulmana (confesión mayoritaria entre la población de Bosnia-Herzegovina). Lo que a continuación se presenta son las experiencias que esa visita causó en nosotros. El texto fue escrito en Split, frente al intenso azul del mar croata, pocos días después de visitar Srebrenica. Las fotos fueron tomadas por uno de mis compañeros de viaje: Víctor.



21 y 22 de julio de 2010
Amanecemos en el hostal de Sarajevo. La mala noticia de que el único bus a Srebrenica salía a las siete de la mañana nos desanima un poco, pero no tardamos en buscar soluciones. Luna tiene la mejor idea: alquilar un coche. Cuando vamos al punto de información para preguntar por el Rent-a-car más cercano nos enteramos de que en Bosnia se necesitan meses de antelación para poder alquilar un coche. Sin embargo, obtenemos una buena noticia: hay otro bus a Srebrenica a las 15:30. Nos ponemos en marcha.


Camino a la estación conocemos a Samira. Casualidades de la vida, su marido forma parte del ayuntamiento de Srebrenica. En medio de una gran ciudad como Sarajevo tenemos la suerte de topar con alguien que conoce a la perfección el pequeño pueblo al que nos dirigimos, aunque al final Samira no nos será de gran ayuda.


Tras cuatro horas de curvas, baches y sospechosos carteles rojos a la entrada de los bosques (probablemente alertando de la presencia minas) llegamos al ansiado destino: Srebrenica. Un pueblo fronterizo entre Bosnia y Serbia en el que se produjo la mayor masacre europea desde la desde la Segunda Guerra Mundial.


De repente nos vemos solos en medio de una rotonda y con cientos de ojos posados sobre nosotros. La gente del pueblo no parece haber visto un turista en su vida. Lo primero que hacemos es asegurar nuestra supervivencia: comprar toallitas con sabor a naranja en el supermercado. Lo segundo, buscar un techo bajo el que dormir y averiguar cómo podríamos salir al día siguiente de ese pueblo perdido.


Tras ser rechazados e ignorados hasta en la comisaría de policía, perdemos toda esperanza de encontrar un refugio para pasar la noche lejos de mosquitos, ladrones y el frío nocturno. Todo apunta a que dormiremos en la calle.


Pero si algo hemos aprendido en este viaje es que la suerte existe y nosotros la tenemos como compañera. Quién lo iba a decir, la bandera que durante tantos años hemos rechazado es la que nos facilitará pasar una noche inolvidable. La pegatina rojigualda con un toro bravo en el centro, pegada en el culo de un coche azul, nos da fuerzas para ir a preguntar una vez más si alguien nos acoge gratis en su casa. El coche que parecía ser de un español resulta pertenecer a un bosnio emigrado a Austria, de vuelta a casa por vacaciones: Omar. Sentado en el porche de su casa, acompañado de una botella de rakia (licor balcánico) y de su vecino serbio que parece haberse bebido otras dos. Semidesnudos (entendible por el intenso calor de la noche estival y por el alcohol ingerido) nos abren las puertas de su casa y nos invitan a beber con ellos. Qué más se puede pedir. En pocos minutos hemos pasado de la resignación de tener que dormir en la calle a la satisfacción de tener casa y compañía.


Pasamos las horas entre Jelens (cerveza serbia), rakia, medicina sueca, pollo-mortadela y muchas risas. La comunicación es difícil, solo Srdjan, el vecino serbo-bosnio, chapurrea un poco de inglés. Además de su idioma natal, Omar domina el alemán, y Srdjan, el ruso. Pero gracias a las señas y a la voluntad de entendimiento todo es posible.


Una noche de contrastes. Promesas de envío de camisetas del Atleti mezcladas con amargos recuerdos de la guerra. Resulta que el padre de Omar fue una de esas 8.372 vidas que fueron barridas de la faz de la Tierra por el capricho de un general enfermo. La vida no vale nada cuando se topa con grandiosas ideas patrióticas.

Con sentimientos mezclados nos vamos a la cama. Y cuando digo cama digo tres cojines en el suelo. Todo un lujo, sin duda, teniendo en cuenta las circunstancias.

El día siguiente comienza temprano. Omar ha prometido llevarnos al Memorial por las víctimas de la masacre de 1995. Desayunamos té austríaco mezclado con miel bosnia. Será lo más dulce que probaremos en esa amarga mañana. Quince años después de la culminación de la sinrazón humana, el cementerio de Potocari (pueblo vecino de Srebrenica en el que se encuentra el Memorial) sigue oliendo a muerte. Todo cuanto se respira en él es tristeza y desolación. Una interminable lista de nombres sirve para recordar a los desdichados que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el lugar y el momento equivocados. En el fondo, la religión, raza o nacionalidad es solo una excusa para que los psicópatas lleven a cabo sus planes. En el momento en que la vida humana es despreciada en favor de una horrible empresa como era la construcción de la Gran Serbia, el futuro no tiene sentido. La raza humana es tirada por el retrete. Sin embargo, la grandeza de la humanidad resurge cuando la gente de a pie no se deja contaminar por esos falsos delirios de grandeza. Omar y Srdjan lo demuestran. Amigos a pesar de pertenecer a comunidades enfrentadas y separadas por un enorme charco de sangre.


Visitamos el Memorial de las víctimas y la fábrica donde fueron hacinadas y posteriormente masacradas. Muchas emociones afluyen a nosotros. Ninguna es positiva.

La amargura alcanza su punto álgido después de ver un documental sobre aquellos días de julio del 95. Lágrimas, visibles o invisibles, corren por nuestras mejillas. Quince años son muy pocos. 8.372 personas son demasiadas. El motivo tan absurdo provoca que la rabia sea inmensa. La civilizada Europa permitió esto. Europa da asco.




Al salir del Memorial las cosas parecen diferentes. Aunque conocíamos la historia, no es lo mismo vivirla desde dentro. Srebrenica nos ha tocado la fibra. Pero ahora toca volver a casa de Omar, recoger los macutos y volver a Sarajevo para continuar el viaje. Tenemos la suerte de que un chico nos recoge en su choche y nos acerca allí donde vamos. Al fin y al cabo lo que importa son las personas. La gente corriente y su generosidad. En el mismo pueblo en el que ocurrieron cosas terribles, otras cosas maravillosas suceden. Personas que confían en extranjeros desconocidos y los montan en sus coches, les permiten dormir en sus casas, les cuentan la triste historia de sus vidas, comparten experiencias. Esa es la esperanza que nos queda. Nunca todo es desgracia. Siempre quedará una llama que nos permita alumbrar el camino.

sábado, 23 de octubre de 2010

Apesta

Como ya decíamos, el mundo en el que vivimos se asienta sobre las más irrisorias ficciones. Ficciones que adquieren tintes de verdades absolutas, pero que en el fondo no dejan de ser castillos de papel con cimientos de plastilina. Este mundo patas arriba en el que los cuerdos son encerrados en psiquiátricos mientras los lunáticos llevan las riendas nuestros destinos, también lo comentábamos, encuentra un resquicio de esperanza en las jóvenes generaciones ansiosas de construir un mundo mejor. No hay mejor ejemplo de ello que lo que acontece en estos momentos en el vecino del norte. La juventud francesa ha tomado las calles para reivindicar su derecho a tomar parte en las decisiones que modelarán su futuro. Alrededor de 500 institutos de secundaria cerrados así lo atestiguan. Sin la mediación de ningún partido político, los jóvenes se manifiestan en París, Lyon o Marsella para reclamar una vida mejor, alejada de intereses especulativos y servidumbre hacia los que ostentan el poder.

Mientras, al otro lado del Canal de la Mancha, el nuevo gobierno británico anuncia recortes de gasto público en materia de educación. ¡Qué paradoja! Al mismo tiempo que en Francia el movimiento estudiantil encabeza una revuelta contra las políticas gubernamentales, en el Reino Unido se asfixia a la juventud limitando la inversión en su formación. Empeora así la calidad de la educación pública inglesa, por lo que se favorece al sector privado, allí donde se forman los hijos de las clases pudientes. Las crisis siempre la pagan los mismos: los más débiles. Con la muy manida excusa de recortar el déficit público, los gobiernos cómplices de este tsunami neoliberal, aplican la tijera sobre aquellos sectores menos rentables a corto plazo, como por ejemplo la educación. Además, cuanto peor sea la educación de las clases bajas, menor será su capacidad para darse cuenta de que se pueden cambiar las cosas. Y a la vez, más posibilidades tendrán los hijos de los ricos de reemplazar a sus padres en los puestos relevantes. Es la retroalimentación de esta gran rueda que nunca para de girar. Hasta que vuelque.

Y es que tarde o temprano la humanidad se dará cuenta de la falta de sentido que este mundo adolece. Un sistema que prima a la mentira sobre la honradez o a la mafia sobre la ética no puede sostenerse eternamente. Compañías como Monsanto, que se dedica a extorsionar legalmente a los granjeros estadounidenses obligándoles a cultivar su semilla patentada transgénica, incurriendo así en una posible intoxicación masiva de la población, al comercializar alimentos manipulados genéticamente y todavía sin testar su salubridad al 100%, son las que hacen que este sistema apeste. Es por ello que la razón humana debe darse cuenta de que existe otro camino. No solo el beneficio económico debe importar, también el futuro de todos nosotros como conjunto humano debe ser tenido en cuenta. Convencer al mayor número de personas posible de que el axioma de la rentabilidad económica no tiene por qué ser la ley divina que rija nuestras vidas es la ambiciosa meta que debe marcarse todo individuo consciente en la actualidad.

martes, 12 de octubre de 2010

Una ficción

Una ficción. ¿Es real el mundo que habitamos? Al posar nuestros pies sobre el suelo sentimos la firmeza de la tierra bajo nuestros dedos. Cada vez que respiramos, una bocanada de aire fresco se introduce hasta nuestros pulmones para, más tarde, volver a salir por donde entró. Pruebas sin duda tangibles de que nuestra vida es real, verificable, inexorablemente verdadera. Sin embargo, a cada paso que damos, a cada inspiración que realizamos, multitud de ficciones se cruzan en nuestro camino. Vivimos en un mundo inventado, cuidadosamente colocado para que, si no nos paramos a reflexionar sobre ello, no notemos nada raro en ese ir y venir de ilusiones.

Nos levantamos cada mañana porque el maldito despertador nos avisa de que la hora ya ha llegado. Pero, ¿que es eso de la hora? Un invento. El tiempo, concepto abstracto donde los haya, reducido a horas, minutos y segundos para adaptarlo a las necesidades del devenir humano. La necesidad de enmarcar el desarrollo de nuestras vidas en una cuadricula que facilite la organización de nuestros actos a lo largo de los días. Ejemplo perfecto de la instrumentalización que nuestra especie hace de todo lo que a su alrededor encuentra.

No obstante, ningún ejemplo de ficción puede superar a la gestión que hacemos de los recursos escasos para satisfacer nuestras extensas necesidades, es decir, eso que denominamos economía. Lo que empezó como un tímido intercambio de vacas por ovejas en algún recóndito rincón del planeta ha alcanzado hoy una magnitud tal que se escapa a la capacidad del más brillante intelecto. Una gigantesca rueda que empezó a moverse por necesidad y que ahora arrolla todo cuanto encuentra a su paso, impulsada por un inagotable afán de lucro que parece no tener límites. Pero esa enorme rueda no se asienta sobre terreno sólido. Los campos que atraviesa se asemejan a una ciénaga. En ella aquel ser que se mueve rápido como la serpiente es capaz de deslizarse de una orilla a otra por la superficie. Sin embargo, a nada que se detenga, el lodo comenzará a cubrirla, poco a poco, hasta quedar sumergida para siempre. La rueda económica que conocemos tiene como base la ficción del dinero. Para que el dinero funcione, todos aquellos implicados en un intercambio deben estar convencidos de su validez. Lo que aparentemente es un simple trozo de papel entintado se convierte en el motor de vida de un planeta entero. Una verdadera locura. La ficción de la economía se asienta sobre una palabra clave: la CONFIANZA (sí, sí, esa que miden Moody’s y compañía). Mientras exista confianza todo irá bien. En el complejo juego globalizado actual esta confianza debe darse a nivel mundial. Es decir, si en un país existe poca confianza significará que la demanda es escasa, lo que conllevará un declive de la oferta y esto a su vez una recesión económica. Todo ello implicará la huída de los inversores y la no llegada de otros nuevos, por lo que la situación se agravará. Un círculo vicioso. Si resulta que ese país está inserto en un mercado más amplio (como la Unión Europea), el resto de socios se verán perjudicados por esa mala situación y exhortarán al perjudicado a mejorar su posición para que no arrastre a los demás consigo. Para ello le incitarán a que tome medidas para que haga más competitiva su economía. La medida más rápida consiste en reducir costes, es decir, reducir salarios. Para ello se recortará el gasto social, estrangulando a la población para que se vea obligada a aceptar empleos con peores condiciones. Esta es la sutil maniobra de la clase dominante para postergar su posición de privilegio a expensas de la gran masa adormecida.

Mientras todo esto ocurre en sus narices, la población permanece expectante, tomando los acontecimientos como inevitables y sin pararse a reflexionar sobre su verdadera raíz. A ello contribuye, por supuesto, la televisión, una de las grandes culpables del conformismo y pasividad general.

Si existe un colectivo concreto que podría cambiar las cosas, ese es el de los jóvenes. Nuevos espíritus plenos de fuerzas, que deberían aspirar a un mundo nuevo en vez de contentarse con las viejas estructuras sobre las que se asienta el rancio sistema existente. No obstante, por ahora parece que la caja tonta ha conseguido apaciguar los innovadores sueños característicos de la juventud. Pero siempre queda algún camino. Ante el descontento de la población en general, y los jóvenes en particular, hacia la organización partidista, parece que el mejor recurso posible para tratar de voltear la situación se haya en los movimientos sociales de base. Sin embargo, muchas veces estos colectivos nacidos en, por y para la sociedad civil se ven extremadamente influenciados por visiones sectarias de la realidad, enmarcando los acontecimientos en un determinado enfoque contaminado por ideologías concretas. Ello impide muchas veces el análisis objetivo de los hechos y la consecuente respuesta acertada para contrarrestar la influencia del poder. La clave se encuentra en compensar la muy necesaria organización con la no menos importante libertad de análisis y actuación.

En esas construcciones sectarias de la realidad que impiden la mirada objetiva encontramos problemas como el de la minería. Cierto es que el trabajo en este sector es especialmente arriesgado. Cierto es que los mineros sufren la explotación de su fuerza de trabajo por parte de los dueños de las compañías encargadas de extraer recursos de las minas. Pero no es menos cierto que la minería en España es un sector obsoleto. El carbón no es un combustible eficiente y además es tremendamente nocivo para el planeta. Es necesario un replanteamiento del problema. Dejar de observar la situación desde el prisma marxista de la interminable lucha de clases y aplicar la racionalidad para alcanzar una conclusión objetiva y acertada. Acabar con el lucro ilegítimo de los empresarios al mismo tiempo que preparar a los mineros para que sean capaces de rendir en otra actividad laboral. En definitiva, dejar a un lado las viejas estructuras de pensamiento y organización social para dar a luz una nueva sociedad alejada de dogmas y creencias infundadas.