sábado, 27 de noviembre de 2010

UCM: Universidad Coca-Cola de Madrid

En los últimos cinco años la Facultad de Ciencias de la Información ha cambiado mucho. No sólo la fauna estudiantil se ha ido homogeneizando – y feminizando-, también se han acabado esas obras que parecían interminables. Pero, a mi entender, los cambios más representativos que se han producido son otros. Son pequeñas modificaciones que van dando muestra de la imparable expansión de la lógica dominante: el mercantilismo.
Se deja de estructurar los espacios a partir de criterios racionales para atender más a lo rentable. Es decir, se supedita la inteligencia al dinero. Esto se percibe muy claramente yendo a comer cualquier día a la cafetería de la Facultad. Sillas demasiado grandes que obligan a sus usuarios a saltar por encima de ellas para poder sentarse. ¿Por qué? Por el gran logo de Coca-Cola que llevan impreso. Se prefiere utilizar sillas que publicitan a una de las mayores transnacionales que existen pese a que sus dimensiones sean tan desproporcionadas que prácticamente no quepan en el sitio que les es destinado. Hace cinco años teníamos sillas normales que no hacían de sentarse en el comedor una odisea homeriana. Eso sí, no condicionaban nuestras mentes incitándonos a consumir desenfrenadamente.
Este tema puede parecer una tontería, una pataleta de un estudiante cansado de tener que comer todos los días tras una carrera de obstáculos cocacolizados. No obstante, se debería tener en cuenta que este es un proceso paulatino de construcción de una realidad diferente. El neoliberalismo, la economía de mercado y sus lógicas se van introduciendo en nuestras mentes para que, poco a poco, las vayamos aceptando como si no existiera otra realidad posible. Hoy en día ya nos parece hasta razonable que la universidad pública, vistas las circunstancias críticas de la economía global, recurra a una empresa de bebidas para financiarse. Ha llegado un punto en que todo lo medimos por su rentabilidad, hasta ámbitos como la educación, encargada de formar a las futuras mentes que tomarán las riendas del mundo, se arrodilla ante la única ley sagrada que hoy en día queda: la de la oferta y la demanda. De esta manera, estudios poco rentables debido a la escasez de alumnos y dudosa productividad cuentan sus días hasta ser pasados por la guillotina. Un ejemplo podría ser Filosofía. No importa que en ese saber se encierre gran parte del conocimiento que el ser humano ha ido acumulando a lo largo de su existencia. En la actualidad no es rentable y por ello no merece seguir existiendo. Y lo peor es que esa lógica economicista va ganado terreno en nuestros razonamientos hasta erigirse en hegemónica. Además, en el caso de la carrera filosófica, eliminándola facilitan el proceso de modelación de individuos menos conscientes y, por tanto, más manejables y adaptables a los intereses de los poderosos.
A las sillas se unen los vasos y las jarras, también patrocinadores de la mencionada empresa. Probablemente esta dinámica se incrementará con el curso de los años. Cada vez nos rechinará menos observar marcas de multinacionales en el entorno universitario. Incluso, aunque sea aventurado decirlo, puede que llegue el día en que la Universidad Complutense abandone su denominación clásica y pase a llamarse, por ejemplo, Universidad Telefónica o Universidad BBVA. Eso si no somos capaces de frenarlo a tiempo.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Fe contra modernidad

Hace unos días España recibió una visita ilustre. Una de las personas más influyentes del mundo se ha dado una vuelta por Santiago de Compostela y Barcelona, probablemente tratando de reavivar la llama de la fe en un país que siempre ha sido el más sólido bastión del catolicismo. Efectivamente, es de Joseph Ratzinger, el actual Papa, de quien hablamos.

Muchos son sus detractores, pero también muchos sus fieles. Numerosas han sido las muestras de protesta ante la venida del jefe de la Iglesia de Roma. Manifestaciones en favor de los anticonceptivos, el aborto o los homosexuales han copado las actividades del sector laicista del Estado. Mientras, otros se reunían en torno a misas masivas para oír con sus propios oídos al Santo Padre. Dos actitudes enfrentadas. Dos mentalidades diferentes: una abraza la tradición, la otra rechaza la imposición.

Hace unos meses, recién ocurrido el terremoto de Haití, un importante eclesiástico español declaró que “existen males mayores que los de esos pobres de Haití; nosotros también deberíamos llorar por nuestra pobre situación espiritual, por nuestra concepción materialista de vida, quizás nuestro mal es más grande que el de aquellos inocentes”. Esta afirmación causó un gran revuelo. A su autor le llovieron críticas por todos lados, al comparar una tragedia que dejó más de 150.000 muertos -y un país devastado- con la crisis de valores que invade Occidente. Aunque la comparación fuera efectuada en el momento más inoportuno posible, y además por un miembro del sector más rancio de la Iglesia, no conviene dejarla de lado. Salta a la vista la profunda grieta espiritual que se ha abierto en la mentalidad del hombre moderno.

Una vez que el ser humano pudo despojarse del yugo de la religión comenzó a pensar libremente. Esa capacidad para razonar sin trabas dogmáticas facilitó el desarrollo científico, que a su vez propició –no sin sangrientas revoluciones de por medio- la expansión del bienestar social. En otras palabras, de no ser por el proceso de secularización vivido en Europa a partir del siglo XV hoy en día seguiríamos viajando a lomos de un burro y cenando a la luz de una vela.

No obstante, la victoria de la razón frente al dogma también trajo consecuencias negativas. Se abandonaron valores como el de la caridad hacia los necesitados, tan arraigados en el cristianismo antiguo -producto de la desvinculación entre actos mundanos y salvación ultraterrena-. Abonándose así el terreno para el capitalismo salvaje del siglo XIX. La secularización colaboró también en ese “terror del capital”, pues creó en las personas la sensación de tener que satisfacer sus deseos en su vida terrena, sin esperar al paraíso post mortal. Ese ansía por satisfacer los deseos terrenos se tradujo en una búsqueda incesante de beneficio, lo que a su vez justificó el sistema económico actual, basado en la continua acumulación de capital.

Si a todo ello añadimos la irrupción del darwinismo social, legitimador de las desigualdades sociales al atribuirlas a una condición “natural” del ser humano –los individuos más fuertes triunfan y se sitúan en lo alto de la escala jerárquica, mientras que los débiles se deben contentar con la migajas que los otros dejan-, el panorama que queda no es muy alentador. Sin embargo, la efervescencia revolucionaria del movimiento obrero obligó a las élites a corregir los desequilibrios del mercado y fomentar cierta justicia social. Casualmente, en este gran conflicto entre empresarios y asalariados la Iglesia no dudó en alinearse con los poderosos. Si bien reclamó algunas mejoras en las condiciones de los trabajadores, se opuso frontalmente a los sindicatos de clase, promoviendo el modelo vertical que aúna capital y trabajo bajo su seno. El mismo modelo que impide al trabajador reclamar efectivamente sus derechos. El mismo modelo que Mussolini o Franco hicieron suyo. Gran paradoja: la misma institución que aboga por la defensa de los pobres, por el respeto hacia el prójimo, es la misma que prefiere aliarse con los explotadores antes que con los explotados. Se pone por delante la practicidad de conservar el poder antes que el idealismo de defender los propios principios.

El desarrollo de la sociedad moderna –y postmoderna- modeló seres humanos cada vez más individualizados. El consumo masivo, la televisión, la mercantilización de toda relación social ha provocado una enorme ausencia de valores entre la población. Ya nada importa con tal de obtener beneficio. No importa pisar al compañero, no importa mentir, siempre que con ello se ascienda económica, social o políticamente. Esa ética –o ausencia de-, basada en el lucro individual sin importar el cómo, es la consecuencia del sistema económico capitalista, cuya lógica se basa en el “sálvese quien pueda”. Quizá es de esta crisis de valores de la que hablaba el religioso español que antes mencionábamos, o quizá no. Quizá él se refería a los valores por los que se ha regido su institución a lo largo de los siglos, bajo los cuales ha engañado a los ignorantes, quemado en la hoguera a los disidentes o pactado con los terratenientes, a pesar de que llevando a cabo todas esas acciones no haya hecho más que contradecir lo que su gran venerado Jesucristo dijo.

La confluencia del auge del individualismo capitalista con el desencanto hacia la Iglesia Católica ha provocado que las parroquias españolas estén cada día más desiertas. No sabemos si la preocupación del clero nacional se debe tanto a la crisis materialista que empuja al infierno a todas nuestras almas como al vaciamiento de sus arcas que ello provoca.

En cualquier caso, la visita del Papa a España pone de manifiesto la existencia de un país dividido. Él mismo comparó en el avión que le llevaba a Galicia la situación que hoy vivimos con la que reinaba en los años 30 del siglo pasado. Aunque muy exagerado, ese paralelismo se puede aplicar a las diferentes manifestaciones que últimamente tienen lugar en nuestro territorio. Marchas masivas por la defensa de la familia tradicional frente a colectivos que luchan por la laicidad del Estado, la ampliación del aborto o los matrimonios homosexuales. El choque entre fe y modernidad está asegurado.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Viaje a la Europa olvidada

Este verano realicé junto a tres amigos un viaje alrededor de los Balcanes. Recorrimos cinco de las seis repúblicas que hace no mucho formaban la Yugoslavia de Tito. Este relato se centra en los días que pasamos en Bosnia-Herzegovina, concretamente en nuestro paso por Srebrenica. Este pueblo, situado en los Alpes Dináricos, es conocido por la horrible matanza que en él se produjo en julio de 1995. Justo quince años antes de que nosotros pasaramos por allí, el ejército serbo-bosnio, liderado por el general Ratko Mladic, tomó la localidad durante la Guerra de Bosnia y, pese a ser una "zona segura" protegida por cascos azules, perpetró una masacre que acabó con la vida de más de 8.000 personas, todos varones de religión musulmana (confesión mayoritaria entre la población de Bosnia-Herzegovina). Lo que a continuación se presenta son las experiencias que esa visita causó en nosotros. El texto fue escrito en Split, frente al intenso azul del mar croata, pocos días después de visitar Srebrenica. Las fotos fueron tomadas por uno de mis compañeros de viaje: Víctor.



21 y 22 de julio de 2010
Amanecemos en el hostal de Sarajevo. La mala noticia de que el único bus a Srebrenica salía a las siete de la mañana nos desanima un poco, pero no tardamos en buscar soluciones. Luna tiene la mejor idea: alquilar un coche. Cuando vamos al punto de información para preguntar por el Rent-a-car más cercano nos enteramos de que en Bosnia se necesitan meses de antelación para poder alquilar un coche. Sin embargo, obtenemos una buena noticia: hay otro bus a Srebrenica a las 15:30. Nos ponemos en marcha.


Camino a la estación conocemos a Samira. Casualidades de la vida, su marido forma parte del ayuntamiento de Srebrenica. En medio de una gran ciudad como Sarajevo tenemos la suerte de topar con alguien que conoce a la perfección el pequeño pueblo al que nos dirigimos, aunque al final Samira no nos será de gran ayuda.


Tras cuatro horas de curvas, baches y sospechosos carteles rojos a la entrada de los bosques (probablemente alertando de la presencia minas) llegamos al ansiado destino: Srebrenica. Un pueblo fronterizo entre Bosnia y Serbia en el que se produjo la mayor masacre europea desde la desde la Segunda Guerra Mundial.


De repente nos vemos solos en medio de una rotonda y con cientos de ojos posados sobre nosotros. La gente del pueblo no parece haber visto un turista en su vida. Lo primero que hacemos es asegurar nuestra supervivencia: comprar toallitas con sabor a naranja en el supermercado. Lo segundo, buscar un techo bajo el que dormir y averiguar cómo podríamos salir al día siguiente de ese pueblo perdido.


Tras ser rechazados e ignorados hasta en la comisaría de policía, perdemos toda esperanza de encontrar un refugio para pasar la noche lejos de mosquitos, ladrones y el frío nocturno. Todo apunta a que dormiremos en la calle.


Pero si algo hemos aprendido en este viaje es que la suerte existe y nosotros la tenemos como compañera. Quién lo iba a decir, la bandera que durante tantos años hemos rechazado es la que nos facilitará pasar una noche inolvidable. La pegatina rojigualda con un toro bravo en el centro, pegada en el culo de un coche azul, nos da fuerzas para ir a preguntar una vez más si alguien nos acoge gratis en su casa. El coche que parecía ser de un español resulta pertenecer a un bosnio emigrado a Austria, de vuelta a casa por vacaciones: Omar. Sentado en el porche de su casa, acompañado de una botella de rakia (licor balcánico) y de su vecino serbio que parece haberse bebido otras dos. Semidesnudos (entendible por el intenso calor de la noche estival y por el alcohol ingerido) nos abren las puertas de su casa y nos invitan a beber con ellos. Qué más se puede pedir. En pocos minutos hemos pasado de la resignación de tener que dormir en la calle a la satisfacción de tener casa y compañía.


Pasamos las horas entre Jelens (cerveza serbia), rakia, medicina sueca, pollo-mortadela y muchas risas. La comunicación es difícil, solo Srdjan, el vecino serbo-bosnio, chapurrea un poco de inglés. Además de su idioma natal, Omar domina el alemán, y Srdjan, el ruso. Pero gracias a las señas y a la voluntad de entendimiento todo es posible.


Una noche de contrastes. Promesas de envío de camisetas del Atleti mezcladas con amargos recuerdos de la guerra. Resulta que el padre de Omar fue una de esas 8.372 vidas que fueron barridas de la faz de la Tierra por el capricho de un general enfermo. La vida no vale nada cuando se topa con grandiosas ideas patrióticas.

Con sentimientos mezclados nos vamos a la cama. Y cuando digo cama digo tres cojines en el suelo. Todo un lujo, sin duda, teniendo en cuenta las circunstancias.

El día siguiente comienza temprano. Omar ha prometido llevarnos al Memorial por las víctimas de la masacre de 1995. Desayunamos té austríaco mezclado con miel bosnia. Será lo más dulce que probaremos en esa amarga mañana. Quince años después de la culminación de la sinrazón humana, el cementerio de Potocari (pueblo vecino de Srebrenica en el que se encuentra el Memorial) sigue oliendo a muerte. Todo cuanto se respira en él es tristeza y desolación. Una interminable lista de nombres sirve para recordar a los desdichados que tuvieron la mala suerte de encontrarse en el lugar y el momento equivocados. En el fondo, la religión, raza o nacionalidad es solo una excusa para que los psicópatas lleven a cabo sus planes. En el momento en que la vida humana es despreciada en favor de una horrible empresa como era la construcción de la Gran Serbia, el futuro no tiene sentido. La raza humana es tirada por el retrete. Sin embargo, la grandeza de la humanidad resurge cuando la gente de a pie no se deja contaminar por esos falsos delirios de grandeza. Omar y Srdjan lo demuestran. Amigos a pesar de pertenecer a comunidades enfrentadas y separadas por un enorme charco de sangre.


Visitamos el Memorial de las víctimas y la fábrica donde fueron hacinadas y posteriormente masacradas. Muchas emociones afluyen a nosotros. Ninguna es positiva.

La amargura alcanza su punto álgido después de ver un documental sobre aquellos días de julio del 95. Lágrimas, visibles o invisibles, corren por nuestras mejillas. Quince años son muy pocos. 8.372 personas son demasiadas. El motivo tan absurdo provoca que la rabia sea inmensa. La civilizada Europa permitió esto. Europa da asco.




Al salir del Memorial las cosas parecen diferentes. Aunque conocíamos la historia, no es lo mismo vivirla desde dentro. Srebrenica nos ha tocado la fibra. Pero ahora toca volver a casa de Omar, recoger los macutos y volver a Sarajevo para continuar el viaje. Tenemos la suerte de que un chico nos recoge en su choche y nos acerca allí donde vamos. Al fin y al cabo lo que importa son las personas. La gente corriente y su generosidad. En el mismo pueblo en el que ocurrieron cosas terribles, otras cosas maravillosas suceden. Personas que confían en extranjeros desconocidos y los montan en sus coches, les permiten dormir en sus casas, les cuentan la triste historia de sus vidas, comparten experiencias. Esa es la esperanza que nos queda. Nunca todo es desgracia. Siempre quedará una llama que nos permita alumbrar el camino.